Sábado 1 de
Noviembre de 2014
Ayotzinapa: ‘La muerte tiene permiso’
José Luis Lezama
Habitamos el país de Pedro Páramo, donde los
muertos dicen la verdad y donde campea el "rencor vivo".
Juan Villoro
Vivimos
días de muerte, de desolación y desesperanza. Se siente en la convivencia
diaria, en la conversación cotidiana, en el sentimiento de recelo y temor que
nos provoca cualquier roce, cualquier contacto, visual, táctil; aun indirecto,
involuntario; cualquier mirada extraña, cualquier cercanía, cualquier intrusión
en nuestra individualidad, en la intimidad familiar; ocurre en la calle, en el
transporte público, en el caminar por las desechas calles de la ciudad. Todo,
hoy día, deviene sospecha y amenaza. La muerte no es sólo fantasma, juego de
artificios, albur, broma, manoseo verbal para sobrellevarla, negociar o lidiar
con ella; no es sólo altar de muertos, cempoalxóchitl, calaveras de azúcar con
nuestro nombre; no es la acostumbrada y juguetona imagen de la catrina, Orozco,
la consagración del mito del no miedo a
la muerte del mexicano; no es el juego y distracción al pavor que nos despierta
tan sólo invocar su nombre.
No, es la
muerte real, la que fue convocada en los últimos años, que se ha hecho política
de Estado, iniciada por Felipe Calderón y ratificada y superada por la actual
administración. Una política de Estado para la cual Tlatlaya y Ayotzinapa son,
con todo su dramatismo y barbarie, los ejemplos más conocidos, más emblemáticos
de hoy, culminantes tal vez, pero no el único. El país entero está emergiendo
como un gran cementerio clandestino, que da cuenta clara de la pulverización
del Estado de Derecho y la consolidación a nivel colectivo de un profundo sentimiento
de sospecha y desconfianza hacia sus instituciones, lo cual constituye uno de
los efectos más dañinos, una amenaza para la vida comunitaria de cualquier
nación.
La
administración del presidente Peña muestra incapacidad para asumir las
funciones de Estado que las circunstancias demandan. Una incapacidad, falta de
esfuerzo, de decisión, imaginación tal vez, ni siquiera para darse legitimidad;
o al menos para hacer realidad, reivindicar, aun cuando fuera por motivaciones
políticas, de simple gobernabilidad, un mínimo de la imagen mediática
construida a su alrededor, no sólo durante el proceso de su fabricación televisiva
previa y durante la campaña electoral que lo llevó a la presidencia, sino
también la del ‘Saving Mexico’, negociada en medios internacionales, o la de
presidente reformador alentada por
los acuerdos políticos que llevaron a la aprobación de las llamadas reformas
estructurales, o la del negociador y pacificador de estudiantes que se difundió
al inicio del conflicto en el IPN.
Todo aquello,
es claro, diseñado, presentado en una envoltura elegante, fastuosa, para algo carente
de contenido, relleno de discursos, palabras vacías, una reiteración del
discurso que nadie cree, que cada vez muestra más su artificialidad, su
esfuerzo por consagrar la mentira y el engaño. Un país rico, de gente creativa,
sometido a una clase política y económica tremendamente exitosa en su fábrica
de pobreza, desesperanza y simulación.
Un hecho
ha aflorado en los últimos días, una señal que mandan los agraviados por los
muertos de Ayotzinapa, por sus familias, por quienes se sienten profundamente lastimados,
no sólo por la barbarie criminal, sino por la falta de respuesta y reacción
oportuna de las instituciones del Estado, del gobierno federal, de las
autoridades estatales, de la CNDH y los partidos políticos. Este hecho es la
voluntad de los familiares de los muertos y desaparecidos de aferrarse a la
esperanza, de no perder la esperanza, de pelear por su derecho a la esperanza,
la esperanza última de que sus hijos, sus familiares, pudieran estar vivos, aun
cuando los hechos digan lo contrario, aun cuando la propia autoridad tenga
certeza de lo contrario.
La
esperanza, luchar por la esperanza, es la respuesta de una comunidad dispuesta a
no entregarse a la desesperanza, a la angustia, al terror que los criminales fuera
y dentro del Estado siembran e instauran en la ciudadanía como forma de
gobierno y convivencia. La esperanza es también una fuerza poderosa para
combatir la tremenda desconfianza con que se vive hoy día no sólo ante la
autoridad, sino ante nuestros congéneres, ante el otro, ante todos aquellos con
quienes llevamos a cabo diversos aspectos de la convivencia social; una
desconfianza y desesperanza que paraliza, desmoviliza, cualquier intento de
cambio, de rebelión y protesta.
Es esa
esperanza, la necesidad de creer, de conservar la esperanza, de encontrar con
vida a los estudiantes secuestrados y desaparecidos, lo que ha llevado a sus familiares a exigirle a la autoridad a
dirigir, a enfocar la búsqueda de los desaparecidos como secuestrados, como
privados de su libertad, y no cómo cadáveres, no en las fosas clandestinas,
sino siguiéndole la pista a las redes criminales. Es esta necesidad de creer,
de tener, de conservar la esperanza, lo que explica el rechazo de los
familiares a la misa y a las denuncias del padre Solalinde sobre la forma
siniestra como fueron agredidos y muertos los normalistas. Los familiares no
quieren escuchar la confirmación de la muerte de sus hijos, de sus familiares;
quieren, hasta el último momento conservar la esperanza.
1 comentario:
El punto neuralgico: ¡Permiso de quién! La postura de que los mexicanos nos burlamos o no tememos a la muerte, es desde el punto psicológico, lo contrario, una elusión.
Y sí, EPN estrangula hoy, a una de por si moribunda esperanza. Hasta en la ONU recomiendan a PN, "renuncie".
Los 43, es verdad, no son los únicos, ni los últimos. Se huele ya, algún temido estallido. Pero ¿Qué debemos hacer? Esa es la crucial disyuntiva...
Saludos Dr. Lezama y gracias por su artículo.
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